Coronel Nicolás Romero

El prisionero de Papatzindán

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El prisionero de Papatzindán

Poema de Juan de Dios Peza

EL PRISIONERO DE PAPAZINDAN

Del Romancero de la guerra contra la intervención francesa.

 

A Ignacio Perez Salazar

 

 

I

 

Treinta y tres años cumplidos,

ancha la espalda, alto el pecho,

estatura que disfraza

el tosco vigor del cuerpo,

ojo vivo y penetrante,

corto el poblado cabello,

sin un asomo de barba,

el bigote escaso y recio;

hundido sobre las cejas

ancho y oscuro el sombrero;

ninguna insignia en el traje,

ningún militar arreo;

siempre prudente y callado,

siempre vestido de negro,

con una calma y un modo

tan natural, tan modesto,

que más el verle semeja

humilde y franco labriego

que luchador indomable

y temible guerrillero

a quien los franceses nombran

por su arrojo y se denuedo

el león de las montañas,

y que en reñidos encuentros,

lo mismo en Venta del Aire,

Zitácuaro y Angangueo,

probó bien cuanto a su patria

ama y defiende su pecho.

 

Jamás el rudo combate

llegó a contemplar de lejos,

pues acompañado o solo

entraba siempre el primero.

Nunca contó al enemigo,

que donde estaba sabiendo,

se apresuraba a encontrarle

valiente pero sereno.

Como todos reposado

y más que todos resuelto,

al comenzar el combate

al enemigo embistiendo,

ni la cabeza inclinaba

para acometerle ciego,

ni con destemplados gritos

daba a sus huestes aliento;

el valor de sus soldados

brotaba con sólo verlo,

que una enseña es su figura,

su calma estoica un ejemplo.

Nada resiste a su empuje

y abre un camino su acero

por el que va la victoria

siempre sus huellas siguiendo.

Los enemigos le temen;

de la noche en el silencio

por todas partes esperan

como a un tigre sorprenderlo.

Mas no valen emboscadas

y es vano cualquier intento,

que siempre burla sus planes,

desbarata sus proyectos

y los humilla y los vence,

y a tanto llega su esfuerzo

que como un ser protegido

por insondable misterio,

lo miran propios y extraños:

tal es Nicolás Romero.

 

 

II

 

No tuvo Riva Palacio

en aquel glorioso tiempo,

un soldado más adicto,

ni un amigo más sincero.

Y cuéntese con que andaban

a su lado: Luis Robredo

que en Tacámbaro sucumbe

a los belgas combatiendo;

el coronel Luis Carrillo

que en los muros de Querétaro,

al frente de sus soldados

exhaló el postrer aliento,

y Bernal, que en Uruapan

asaltando un parapeto

dejó escaparse la vida

por ancha herida en el pecho,

y otros héroes cuyos nombres

en el polvo se escondieron,

y quedan allí esperando

que la Historia, Juez Supremo,

a la vida de la Gloria

los llame por justo premio.

Por eso, como entre todos

descuella el bravo Romero,

y como todos le juzgan

en campaña el más experto,

dispone Riva Palacio

dejarle el mando del cuerpo

que ha combatido sin tregua

en el Estado de Méjico.

Mientras el marcha a encargarse

en Michoacán del gobierno

y a reunir las divisiones

del Ejército del Centro,

transcurren algunos días,

y órdenes tiene Romero

de ir a Tacámbaro a unirse

con el resto del ejército.

Obedece, como siempre,

precipita los aprestos,

y ya lista su brigada

en marcha se pone luego.

 

 

III

 

Es azarosa y terrible

la vida del guerrillero,

pero lo fue más que nunca

sostenida en aquel tiempo,

cuando flotaba triunfante

la bandera del Imperio,

y árbitro de nuestra suerte

era Napoleón tercero.

El porvenir asomaba

mostrando en el turbio cielo

anchas nubes tormentosas,

tristes horizontes negros,

y el pendón republicano

miraba con torvo ceño

la victoria, sin dejarle

sus glorias y sus trofeos.

 

¡Soldados de las montañas!

unos vivos y otros muertos;

vuestra abnegación asombra

en esa lucha, teniendo

la muerte siempre a la vista,

y sin esperar el éxito

el mundo os miró luchando,

que no soñabais más premio

que combatir por la patria

y morir por sus derechos.

Hasta ignorabais humildes,

que de noche, en el silencio,

cuando las rojas hogueras

alumbran los campamentos,

pesaban entre las sombras,

vuestra causa bendiciendo

tres espíritus sublimes

que os dieron heroico ejemplo.

¡Hidalgo! de nuestras glorias

impulso, móvil y centro;

con él, un héroe que fuera

de la independencia el genio;

¡el invencible de Cuantla!

¡el intachable Morelos!

y con ambos la más viva

encarnación de este pueblo:

el águila de su escudo

¡el indomable Guerrero!

¡Soldados de las montañas!

¡nobles soldados del pueblo!

¡los que tuvisteis por tienda

praderas, montes y yermos,

harapos por uniforme

y abrupto peñón por lecho!

Sonará siempre mi lira

con algún acorde tierno,

al repetir vuestros nombres

y al relatar vuestros hechos.

¡Cuántos dormís en el polvo!

¡cuántos, ya tristes y viejos,

entre olvido y amargura

vivís de vuestros recuerdos!

Perdidas las ilusiones,

y la fe, muerta en el pecho,

contáis vuestras breves horas

envidiando a los que han muerto.

mi voz pretende sacaros

de tan hondo abatimiento,

que si en alas polvorosas,

lleva esas glorias el tiempo,

yo, que nací mejicano

arrebatárselas quiero

y como un grupo de soles

mostrarlas al Universo;

¡soldados de las montañas!

¡nobles soldados del pueblo!

 

 

IV

 

Como vergel escondido

entre montes gigantescos,

en donde limpios arroyos

fertilizando aquel suelo

cruzan entre las parotas,

retozan entre los ceibos,

y se ocultan en la grama

y después brotan ligeros,

brindando con sus cristales

a los ganados sedientos,

mientras se posan las garzas

en los hojosos granjenos,

y las guacamayas cruzan

con tardo y pausado vuelo;

hay un grupo que semeja

un palomar pintoresco,

formado de blancas chozas,

en donde habitan contentos

con sus familias humildes,

francos y altivos rancheros.

Cerca de cuarenta leguas

distará el naciente pueblo,

de Zitácuaro, medidas

sobre escabrosos senderos;

Papazindán se le llama

y de la guerra el aliento

no ha nublado todavía

el limpio azul de su cielo.

Una mañana, se miran

a los ardientes reflejos

del sol que nace, esos campos

poblados de guerrilleros.

Allí pasaron la noche,

allí se ve el campamento

que formó la infantería

de la Cañada en el centro.

Y son aquellos soldados

que inspiran amor al pueblo

los que en constante campaña

manda Nicolás Romero.

No esperan al enemigo

y como libres de riesgo,

olvidando las fatigas

descansan todos contentos.

De súbito, se oyen tiros

y blasfemias y denuestos,

y como huracán terrible

que no espera el mar sereno,

destrozando la maleza

y la tierra estremeciendo

furiosos se precipitan

enemigos regimientos,

acuchillando a su paso

y el espanto difundiendo.

Sin dar a los más osados

para defenderse, tiempo,

tras ese alud de jinetes

los infantes vienen luego,

y lo que aquellos comienzan

a consumar llegan éstos.

Nada resiste a su empuje

y muertos  o prisioneros

quedan los que no han podido

ir por el bosque dispersos.

Nada se sabe del jefe;

los franceses con empeño

por todas partes preguntan

si ha quedado vivo o muerto,

mas como nada descubren

y al combate han dado término

para descansar escogen

el lugar de aquel siniestro.

Dos horas después se mira

tan tranquilo todo aquello,

que un grupo de suabos ríe

contemplando a un compañero

que en pos de un arrogante gallo

corre afanoso y violento.

El animal, ya rendido,

para salvarse emprende el vuelo

y entre las ramas de un árbol

esconde el pintado cuerpo.

El suabo llega en su busca,

alza los ojos atento

y descubre, entre el ramaje,

rescatado un bulto negro;

lanza un grito de sorpresa,

requiere el arma violento,

y con grandes voces llama

a todos sus compañeros.

Acuden, miran, discuten,

gritan y le intiman presto

que descienda, si no quiere

que sobre él rompan el fuego;

muévense entonces las ramas,

y lentamente, sin miedo,

baja por el tronco un hombre

que está vestido de negro.

A tal novedad acuden

mas jefes y subalternos,

que a la par que lo contemplan

le forman círculo estrecho.

No le conoce ninguno,

mas él, a todo resuelto,

les dice con voz tranquila:

”Yo soy Nicolás Romero.”

Al escuchar ese nombre

temido por todos ellos,

y al contemplar desarmado

a quien vencido no vieron,

asoma en todos los rostros

con el asombro el contento.

El león de las montañas

presa del destino ciego,

más debe al propio infortunio,

que del contrario al esfuerzo,

hallarse entre los franceses

desarmado y prisionero.

 

 

V

 

Aunque el sol naciente brilla

con deslumbrantes reflejos,

de la ciudad opulenta

sobre el transparente cielo,

hay algo que no se explica,

que pasando sobre Méjico

hace que luz se mire

con un color ceniciento,

y alumbre calles y plazas

como la antorcha de un féretro.

Los ánimos conturbados,

los corazones opresos,

tristeza por todas partes,

por todas partes silencio.

El menos sagaz comprende

que se  prepara un suceso

tan triste, tan pavoroso,

tan terrible, tan funesto,

que al presentirlo semeja

la ciudad un cementerio.

Desde que rayó la aurora,

en la penumbra se vieron

marchar silenciosamente

del enemigo extranjero

los pesados escuadrones,

los compactos regimientos.

No distante de la plaza

en el oriental extremo

de la ciudad, se descubre

vecina de los potreros

de Aragón, desierta plaza

de triste y mísero aspecto.

Cierran su humilde recinto

albergues de carboneros,

y pobres chozas que alfombran

guijarros y polvo seco.

Es la plaza de Mixcalco

que a todos infunde miedo

por ser sitio en que la pena

capital sufren los reos;

la ha regado mucha sangre,

muchos el postrer aliento

lanzaron allí, mirando

aquel contorno siniestro.

Por eso los grises muros

del ángulo norte izquierdo

son conocidos por todos

como el rincón de los muertos.

Va lentamente a esa plaza,

en gruesas ondas el pueblo,

en pos de los batallones

que van llegando en silencio.

fórmase el cuadro, se alinean

los suabos en primer término,

y entre sus filas asoman

las anchas bocas de fuego.

Detrás cazadores de África,

que con su marcial aspecto

a la inquieta muchedumbre

imponen mudo respeto.

Alzase un rumor de pronto

como el mar que ruge fiero;

abren paso los soldados,

entra todo en movimiento,

y en el cuadro se presenta

el funerario cortejo

con el que van al cadalso

cuatro mártires del pueblo.

Era el uno Roque Flores,

un valeroso sargento;

el otro Encarnación Rojas,

alférez del mismo cuerpo;

Higinio Álvarez, altivo

comandante muy apuesto

en un tricolor zarape

con suma elegancia envuelto,

y con ellos muy tranquilo

como quien marcha a paseo,

el valor en la mirada

y fumando y sonriendo,

al patíbulo, glorioso

llega Nicolás Romero.

Fórmase a los cuatro en fila,

reina fúnebre silencio,

los tiradores preparan,

se da la señal de fuego,

y al trona de los fusiles,

el grito de ¡Viva Méjico!

brotando de aquellas bocas,

va con su postrer aliento

por el cielo de la patria

en nubes de gloria envuelto.

 

 

VI

 

¡Soldados de las montañas!

¡nobles soldados del pueblo!

sobre vuestras tumbas crecen

inmarcesibles y eternos,

los laureles con que adornan

los inmortales sus templos.

Humildes desde la cuna

nacisteis en el silencio

y a la luz del patriotismo

que se encendió en vuestros pechos

la historia imparcial, severa,

grabó con buril de fuego

vuestros nombres en los altos

perdurables monumentos.

 

-Juan de Dios Peza

 

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